miércoles, 25 de julio de 2007

Las lecciones de Juliano "El Apóstata"



De todas las novelas que he leído basadas en algún periodo de la historia de Roma me quedo con la trilogía que conforman El primer hombre de Roma de Coolleen McCullough, Yo, Claudio de Robert Graves y este Juliano el Apóstata de Gore Vidal. Porque cada una de ellas retrata con intensidad periodos intensísimos en la historia de Roma, que es, al fin y al cabo, nuestra propia historia: todos somos romanos desterrados.

En la obra de McCullough el retrato es el de la República Romana, el régimen de las libertades políticas trufado de luchas por el poder. Graves, en un libro realmente excepcional, lo que describe son los años primeros del Imperio y la dinámica en que se desenvuelve la herencia de Augusto. Por el contrario, Gore Vidal nos muestra ya un Imperio agonizante, en el que el cristianismo hace desaparecer el vitalismo que el paganismo había insuflado al mudo mediterráneo y en el que las divisiones del territorio potencian los enfrentamientos y el poder de los caudillos militares. Si Octavio pensó en una monarquía estabilizada en torno a la sangre de las grandes familias romanas, el tiempo del Imperio con que se hace Juliano es ya un tiempo de mediaciones militares: la espada de los grandes generales pesa más que la herencia, en un síntoma de descomposición general de una Roma que en apenas un siglo sería machacada por los bárbaros.

Sin duda la novela de Gore Vidal es importante por este retrato que hace de un imperio decadente, donde pese a su denominación de romano, los emperadores no es que no vivan en Roma sino que, como el caso de Juliano, ni siquiera llegarán a conocerla. Los focos de poder que antes convergían en la ciudad eterna en ese momento están ya difuminados: Milán, donde reside la corte de Occidente, Costantinopla, sede del poder oriental. Este paisaje de fondo de la novela es ilustrativo sobre las disfunciones que tensaban la vida del imperio. Pero hay más visiones que hacen interesante la lectura de este libro.

En primer lugar, la reflexión poderosa sobre la cualidad del poder y de los poderosos. Reflexión que desmitifica la creencia de la capacidad del poder para hacer gravitar a su alrededor el amplio espectro de satélites que el poder conlleva. Sin duda la parte de la novela en que mejor se dibuja esta inconsistencia del poder es esa en que Juliano es nombrado César y se le encarga el poder de la Galia, a donde llega casi solo, sin que nadie le obedezca antes de legitimar su poder con la autoridad de la victoria. La fragmentación del mundo, la carencia de los medios de comunicación de que hoy gozamos y las distancias inmensas del Imperio imposibilitan un pode omnímodo.

Estamos acostumbrados a pensar, por lo que leemos en los libros de historia, que cualquier suceso histórico era conocido, como hoy, en todos los rincones del mundo. Por esta novela hemos descubierto que esto no es así, y que esta dificultad en la transmisión de las noticias fragmentaba el poder: la muerte del emperador se transmite lenta, dificultosamente, como lenta y difícil es la propagación de la buena nueva de un nuevo emperador. De echo, no sería aventurado pensar que Juliano fue un emperador del que habría pueblos alejados del Imperio que nunca tuvieran noticia. Se hizo con el poder mediante un golpe militar, se nombró Augusto en vida de su primo Constancio, con el que nunca llegó a enfrentarse, luego, de facto, todos lo aceptaron como emperador: pero en medio de ese movimiento político de dimensiones sísmicas que nos dibuja la novela, hay una masa de habitantes que nunca se enterarían de nada de esto. Posiblemente los labradores lusos nunca supieran que dos emperadores estuvieron a punto de enfrentarse en los campos de Serbia o que hubo un emperador llamado Juliano que intentó restablecer, en Oriente, el culto a los dioses destronados por Cristo. Esta es la cotidianeidad de la intrahistoria de la que hablaba Unamuno: uno está dibujada por Vidal, pero se presiente en toda la novela. Porque se lee la lucha por el poder y se piensa: ¿cómo se enterarían de esto los que vivían a miles de kilómetros de distancia de los escenarios de la épica histórica? He ahí el segundo nervio de la novela.

Y el tercero es, sin duda, el reflejo de la agonía de la vieja religión pagana y el ascenso, cuajado en luchas internas y crímenes religiosos, del cristianismo. El cristianismo que lucha por convertirse ya en dueño de la única verdad moral del Estado, lo que enervará a Juliano, convencido de las virtudes cívicas del paganismo y dolido por la apropiación que los cristianos hacen de las fiestas y celebraciones ligadas a los dioses derrotados. La lucha entre Juliano y los obispos no es una mera lucha de poder: es una lucha divina, entre los dioses que se pierden en la leyenda de la historia y los dioses que alumbran el nuevo tiempo.De esta última visión, de esta guerra entre dioses, nos queda el convencimiento de que con el paganismo murió la juventud del mundo, su posibilidad de épica y heroísmo. El mundo cristiano es más pacato, menos ambicioso, tiene las alas cortadas por la espada de Damocles que es el pecado. Por el contrario, el mundo pagano y sus dioses de rostro humano, es un mundo vital, alegre. La derrota de Juliano (el joven que soñó con ser filósofo en Atenas y que bebió el veneno del poder) y su muerte son la muerte definitiva de ese mundo y de sus posibilidades vitales: no sabemos qué seríamos hoy si el emperador asiático hubiera completado su obra restableciendo el viejo culto dependiente del poder civil.

Desde luego si un pero hay que ponerle a esta novela no es sobre lo qué cuenta sino cómo lo cuenta: quizá dejando que sólo hablaran las memorias del emperador, sin las intervenciones de Libanio y Prisco, la novela ganaría en frescura. Y en agilidad, recursos de los que, cierto es, anda escasa.